No tenemos que preguntarnos siempre para qué
leemos. Tampoco tenemos que saber siempre para qué vivimos, para qué amamos.
Leer debería ser una de esas cosas que se justifican por sí mismas. Eso no
significa que no nos dé grandes frutos, significa que no deberíamos subordinar
el placer de las músicas verbales, de las fábulas, de las tramas, de los
conjuros, de los pensamientos, a una finalidad, a un propósito siempre
consciente; más bien deberíamos permitir que la lectura obre en nosotros su
trabajo secreto.
Por: William Ospina / Especial para El Espectador
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